Hasta el 2020 me dedicaba a recorrer el mundo de manera científica y apasionada por la exploración y el descubrimiento en las personas y su Cuidado. Mi firme creencia en que cada kilómetro viajado era un paso más hacia la comprensión global y me llevó a establecer un enfoque metódico para mis expediciones anuales. Con meticulosidad, registraba cada detalle de mis viajes, transformando mi pasión por conocer en una ciencia precisa y reflexiva.

Año tras año, acumulaba kilómetros en búsqueda constante de nuevos horizontes. Desde las calles bulliciosas de Tokio hasta las tranquilas playas de Bali, extensiones de los desiertos Atacama hasta las selvas densas del Amazonas y los picos imponentes de las Blue Montains, brújula era mi anhelo por entender las complejidades del mundo en el que vivimos.
La celebración de fin de año en la Riviera Francesa ese 2020 fue más que una simple fiesta; fue una manifestación de valores arraigados. Me di cuenta de que mi mente se había expandido a lo largo de mis viajes, abrazando perspectivas diversas y desafiando mis propias percepciones. La mente abierta se convirtió en mi brújula, permitiéndome navegar por las aguas de la vida con empatía y comprensión.

La importancia de viajar no residía solo en la distancia física recorrida, sino en la inmersión en diversas culturas, geografías y ecosistemas. Cada kilómetro se convertía en una unidad de medida para la comprensión de la diversidad y la interconexión global.

En mi escala de valores, el viaje ocupaba el primer lugar, no solo como una expresión de mi curiosidad innata, sino como un método científico para ampliar mi comprensión del mundo. Mis viajes eran experimentos de campo, donde recopilaba datos sobre la riqueza cultural, la biodiversidad y la complejidad de los ecosistemas.
La reflexión, más allá de la mera admiración de paisajes; era una contemplación profunda de la relación entre los seres humanos y su entorno. Cada aventura era una oportunidad para analizar patrones, estudiar adaptaciones culturales y comprender las interacciones entre las comunidades y la naturaleza.
Así, durante 20 años elevé el acto de viajar a una ciencia, demostrando que la exploración no solo es un placer personal, sino una herramienta esencial para comprender el mundo que habitamos. Mi incansable búsqueda de conocimiento y enfoque científico dejaron una huella imborrable, mostrando cómo la pasión por viajar puede impulsar la investigación y enriquecer nuestro entendimiento del planeta que compartimos.